10 mayo 2008

Citas con té y bizcocho

Uno de los memes más extendidos a través de internet (blogs, correo electrónico) es la típica lista de X preguntas que hay que contestar y difundir una vez respondidas.

En 1892, Marcel Proust, como buen veintiañero, rellenaba uno de esos cuestionarios rememorando otro que había completado 6 años antes a petición de una compañera de clase. La penúltima de las cuestiones decía así:

Faltas que me inspiran más indulgencia : Las que comprendo.
Suelo decir que no me gustan las citas. Llego incluso a afirmar que las odio. Intento no utilizarlas nunca y, sin embargo, no puedo resistirme a escribir sobre ésta y sobre ellas.

Las religiones, las creencias, la fe, el deseo o la esperanza se alimentan de frases hechas, de citas. Cualquiera que beba de esas fuentes puede declamar en voz alta conjuntos de palabras escuchadas y dichas una y otra vez, con anterioridad, por él o por los que hayan bebido el mismo agua. Una religión, un grupo de amigos, los alumnos de una clase, los integrantes de una familia, los socios de un club, los televidentes de un programa o los seguidores de un autor de bestsellers... En realidad no importa quién componga el colectivo ni el número de sus integrantes (con tal de que sean 2 ó más).

Lo curioso de las citas, de los mantras, de los versos o de las estrofas de una canción no es que se hagan famosas. Lo curioso es que sólo una persona sabía qué significaban: la que las dijo. Tampoco es demasiado excepcional que el resto de los integrantes del grupo las repitan. Pero lo que sí me lo parece es que lo hagan sin plantearse por qué se dijeron.

Para explicarlo mejor pondré un ejemplo. Supongo que casi todos conocéis el chiste del ingeniero que va a una fábrica a arreglar una máquina enorme y carísima que nadie se atrevía a tocar. Cuando se encuentra ante ella, el que le acompaña sólo le ve observarla durante un momento, tocar un par de botones, sacar un destornillador y apretar un tornillo. Sin embargo, el ingeniero le pasa una factura de 3000€. Ante semejante cantidad, la empresa le pide que le desglose la factura y el ingeniero lo hace:

mano de obra: 10€
traslado : 20€
saber dónde estaba el error : 2970€
Ese saber dónde estaba el error equivale a la experiencia del ingeniero. Experiencia de años, gracias a la cual ha sido capaz de encontrar la solución para esa máquina en concreto.

Supongamos ahora que el operario que le acompañó durante la reparación decide que él también puede hacer lo mismo. Ha visto el dinero además del asombro de sus jefes ante las aptitudes del ingeniero. Y como observó cómo lo hacía, cómo apretaba aquel tornillo, se dice: ¿por qué no puedo hacer yo lo mismo?

Ante una situación así a nadie se le ocurre pensar que el operario pueda haber obtenido, de repente, la experiencia del ingeniero sólo con haberle visto apretar un tornillo. Tampoco que vaya a obtener ningún buen resultado, salvo casualidad, al apretar tornillos tal y como le vio hacer al que conocía cómo arreglar la máquina. Sin embargo no aplicamos la misma lógica cuando repetimos hasta la saciedad las palabras de alguien, aunque no sepamos por qué ni en qué circunstancias las dijo. En esos casos nos parece que hemos visto a la perfección cómo se apretaba el tornillo y nos dedicamos sin rubor a hacer lo mismo aquí y allá como solución a nuestros problemas cotidianos. Resulta un poco absurdo.

No obstante, es innegable que la humanidad actual es también el fruto de conocimientos transmitidos de generación en generación. Así pues, parece que algunos de ellos sí merecen ser almacenados y transmitidos fielmente (si suponemos, claro, que hemos avanzado algo gracias a ellos desde que somos especie). La pregunta es entonces ¿cuáles son esos conocimientos, esas citas?

La respuesta, para mí, es que sólo hay una clase de citas que pueden ser repetidas sin excesivo peligro: las que reproducen fielmente resultados contrastados científicamente. Y aún con ellas hay que tener cuidado pues el científico siempre ha de ser un excéptico y a fuerza de repetirlas es probable que cualquier persona se olvidara de dudar de ellas.

¿Y qué ocurre entonces con las demás? ¿Qué sucede con todas esas frases célebres, con todas esas canciones o rimas que nos sustentan y nos sirven de apoyo en momentos de indecisión o dificultad?

De nuevo en mi opinión, no son más que la solución fácil para salir del aprieto. Para no buscar las causas auténticas u originarias que nos permitirían darle una solución mejor. Para explicarlo me apoyaré en la cita de Proust y, en especial, en una de sus palabras: Indulgencia.

Para un católico (aunque sólo sea cultural y no creyente) esa palabra está llena de significado y obligación. Al igual que bondad, perdón, obediencia o temor, indulgencia es algo que se aprende a tener porque es lo correcto. Se repite una y mil veces que hay que ser indulgentes. Sin embargo, nos vemos incapaces de serlo en muchas ocasiones, al igual que nos vemos incapaces de controlar otras emociones ante determinadas situaciones. La doctrina, la repetición de las citas, el apretar el tornillo como vimos que hacía el ingeniero, no funciona. Sin embargo, Proust dice algo científicamente cierto (desde el punto de vista psicológico): se siente más indulgencia cuanto más se comprende de la situación que debería provocársela.

Esa comprensión requiere un esfuerzo personal de indagación en profundidad, un ponerse en la piel de alguien que probablemente te repugna, sabiendo que, además, al hacerlo, acabarás haciendo de abogado del diablo frente a los que no sigan el mismo proceso que tú.

Por poner un ejemplo: un cristiano que utiliza la indulgencia tradicional respetará a las otras religiones porque hay que hacerlo. Lo hará hasta el día que una de ellas le moleste, momento en el cual le atacará por no comprender su forma de actuar. Sin embargo, un cristiano que utilice la indulgencia de Proust acabará poniéndose en el lugar de las personas que profesan otras religiones (o de las que no profesan ninguna) y, al final, se dará cuenta de que podría ser cualquiera de esas personas, concluyendo que, por tanto, lo de ser de una religión u otra no tiene más sentido que el que, salvando las distancias, te gusten más los Beatles o los Rolling Stones.

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