14 diciembre 2008

Sobre la necesidad de ascender para cambiar las cosas (1ª parte)

Hasta no hace mucho tiempo creía que lo que hace que los líderes cambien son las personas que tienen debajo, el nivel medio de las gentes que dirigen. Los países escandinavos me servían como ejemplo de ello. El elevado nivel educativo de esos países hace que los líderes políticos, o de otra índole, se vean obligados a ser trasparentes, eficientes y metódicos en su trabajo. En caso contrario prácticamente cualquiera podría darse cuenta y muchos, muchísimos, podrían sustituirles haciéndolo mejor.

En el otro extremo, las dictaduras intentan que entre el líder y el pueblo exista la mayor distancia posible, de tal forma que la mayor parte de la población, lejos no sólo del poder sino de todo conocimiento que lleve a él, no suele ser un obstáculo para la perpetuación de los regímenes autoritarios (cambien o no de líder). Este modelo se exacerba si la dictadura se asienta sobre un país con un alto grado de analfabetismo.

Hasta hace no mucho creía que los líderes no cambian si las personas que tienen debajo no les obligan a ello. Una lectura superficial de las revoluciones nos diría que eso es cierto: el populacho sublevado frente a la tiranía, deponiendo o amenazando reyes, tiranos, sumos sacerdotes...

Pero no. En realidad todos esos acontecimientos se produjeron por la aparición de líderes que conocían mejor las necesidades del pueblo que las personas que ostentaban el poder. En realidad el pueblo llano no depuso a nadie, el pueblo llano sólo cambió de bando, siguió a alguien con quien se sentía más identificado y fue eso lo que condujo a la desaparición de lo anterior.

Es cierto que si un líder se granjea todo tipo de animadversiones, cualquier otra opción puede parecer buena o, al menos, mejor. Un ejemplo típico suele ser el enorme apoyo alemán a un Hitler que supo, como nadie, utilizar la soga que los vencedores de la I Guerra Mundial pusieron alrededor del cuello de su país.

Hitler estaba loco, y dirigió una guerra y un genocidio donde murieron y fueron asesinadas millones de personas (y decenas de millones vieron trágicamente alteradas sus vidas para siempre). No obstante, esa capacidad que tuvo para empatizar con la gente, para averiguar y utilizar las necesidades de los demás en su propio beneficio, siempre me ha fascinado.

Todos, absolutamente todos los seres humanos, nos movemos por afinidad. Una vez solucionadas las necesidades básicas, claro. Pero imaginemos que las necesidades básicas (o lo que creemos que es básico) no están cubiertas. Si no tenemos nada, vivimos con lo puesto, esas necesidades se reducen a sobrevivir. Pero si tenemos mucho, esas necesidades van en función de nuestro grado de bienestar, por muy elevado que sea. En un contexto de "carestía", nuestro grado de afinidad hacia alguien que "necesite", o que diga que necesite, lo mismo que nosotros será mayor.

Es decir, si algo o alguien nos quitara algo que ya dábamos por normal y necesario (el agua caliente, por ejemplo), seguiríamos, sin plantearnos prácticamente nada, a quien nos dijera que nos lo iba a restaurar (algo parecido, aunque en menor medida, ocurre si lo que se propaga es la amenaza de cortar el agua caliente durante meses, en ese caso seguiríamos a quien nos asegurase que lo puede evitar).

Cuanto más necesarias y usuales son las cosas suprimidas, más brusca es la reacción y más población arrastra. Sólo hay que pensar en qué hubiera pasado hace 10 años si nos dicen que no íbamos a poder utilizar los teléfonos móviles y qué ocurriría ahora si nos dijesen lo mismo.

El sentimiento de afinidad siempre está ahí. Y el grado de liderazgo crece con la capacidad de encontrar y utilizar en nuestro favor las necesidades de los demás.

Pero también de generar nuevas, de ampliar los horizontes de los que nos rodean. Por eso muchos gobiernos totalitarios no quieren que sus súbditos accedan a imágenes o libros del exterior que les "abran los ojos", y condenan a las personas de ideología aperturista. No porque ese pueblo se vaya a rebelar, sino porque ese pueblo encontrará un líder más afín, cualquiera que les prometa satisfacer sus nuevas "necesidades" y ellos se verán privados del poder.

Obviamente, de entre los nuevos líderes no todos son conscientes de dónde viene su poder. Algunos simplemente se encuentran, sin comerlo ni beberlo, en la cresta de la ola. Como no saben ni siquiera nadar, la ola les engullirá más pronto que tarde. Otros se mueven por ideales prestados que funcionan durante un tiempo para luego pasar de moda, dejándoles durante el resto de sus carreras sin capacidad de reacción pues son incapaces de ver qué ha fallado. Y, por último, unos poquitos tienen ideas propias y su capacidad para empatizar con los demás no es fruto de la casualidad sino de la comprensión y aceptación de que resultan necesarias para alimentar su necesidad de poder. Poder que, para otro pequeño porcentaje, servirá, en ocasiones, para colocar el bien común por encima, o al mismo nivel, del suyo propio.

Pues bien, esas personas son las que, habiendo llegado a una posición de privilegio, han cambiado nuestro mundo de forma brusca a lo largo de la historia. Desde luego, entre cambio brusco y cambio brusco, es el propio pueblo el que se encarga de pedirle a sus líderes que mantengan las cosas como están (nadie quiere verse privado de lo que ya tiene) pero, de vez en cuando...

PD. La verdad es que en este post quería hablar de cómo puede un líder mejorar sus habilidades para empatizar con los demás pero la introducción se me ha alargado demasiado. Seguiré otro día.

Recomendaciones cinematográficas (cortesía de Marcos y Nushu): Deadwood y North and South.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Vaya rollo que nos has soltao, colega. No he pillado ni la mitad. ¡Qué distinto sería en Suecia!Prueba a escribir en sueco.