Hoy en día se sabe mucho, muchísimo sobre el cerebro. Sin embargo se conoce poco, poquísimo de todo lo que pasa dentro de él o de cómo ocurre.
A lo largo del siglo XX las diferentes escuelas psicológicas se contradecían unas a otras, sin visos de complementarse, en sus teorías acerca del funcionamiento interno de la mente. Afortunadamente todas esas disputas parecen estar llegando a su fin, inclinándose de un lado u otro, a medida que avanzan las diferentes neurociencias.
En líneas generales ya se sabe más o menos bien cómo funciona nuestro sistema nervioso. Sabemos que compartimos con muchos mamíferos una especie de cerebro primitivo alrededor del cual, después de unos cuantos millones de años de evolución, ha ido desarrollándose una corteza cerebral que nos "eleva" por encima de las demás especies. Idealmente se podría hacer una analogía diciendo que ese cerebro primitivo nos permite sobrevivir mientras la corteza nos debería acercar al estado de bienestar. No obstante, cada vez que veo a un animal, un gato o un perro por ejemplo, me da la impresión de que su vida es más satisfactoria que la de la mayoría de los humanos.
Y es que estamos en pleno período de transición como especie. Nuestra corteza y nuestro cerebro primitivo no acaban de llevarse bien. Nuestra corteza aprende a leer, a escribir, a comportarse educadamente y a crear una civilización. Mientras, a nuestro cerebro primitivo lo que le sigue importando es procrear, comer, dormir y sobrevivir. A tal efecto cuenta con las dos armas más poderosas que existen: el placer y el miedo.
Con el resto de los animales no hay problema, placer y miedo cumplen a la perfección su cometido para perpetuar la especie. Con el ser humano sin embargo... la corteza parece que todavía no se ha dado cuenta de que, quiera o no quiera, está indisolublemente ligada al cerebro primitivo y, por tanto, sometida a sus reglas. Esto es, que cada cosa que hacemos, pensamos, vivimos, estudiamos, escuchamos, sentimos... es modificada por el "filtro" del miedo y del placer.
Todo, absolutamente todo lo que hacemos, responde, en última instancia, a una reacción provocada, parcial o totalmente, por nuestro cerebro primitivo. Los llamados circuitos de recompensa del cerebro, que en otros animales se utilizan únicamente para sobrevivir, en el ser humano se reutilizan, gracias a nuestra corteza cerebral, para disfrutar de las actividades más variopintas e incluso para autoproporcionarse una dosis extrema de placer mediante el consumo de drogas.
Así pues, toda emoción, todo acto, todo pensamiento está perfectamente codificado en nuestro cerebro y, dado un cerebro exactamente igual que se expusiera a una serie de estímulos idénticos al nuestro, los resultados serían los mismos para los dos. Es decir, si alguien fuese capaz de replicar nuestro sistema nervioso (molécula por molécula, incluyendo neuronas, interconexiones y glía) y alimentarlo de los mismos estímulos externos, podría llegar a conocer, de forma aproximada y con unas milésimas de antelación, si la réplica fuera más rápida que nuestro cerebro, cómo íbamos a actuar.
Así pues, y teniendo en cuenta que el cerebro de cada ser humano es diferente a cualquier otro (por eso de la recombinación del adn del padre y la madre), estar sometidos a un destino prefijado es poco menos que imposible para un ser humano no clonado.
Añado: releyendo el post se me ocurre que la lentitud o rapidez de las señales que pululan por nuestro sistema nervioso también responden a la evolución por lo que, en un contexto evolutivo más exigente, podrían haber sido más rápidas, mucho más rápidas.
23 junio 2008
Sobre el destino
Publicado por Un barquero chiquitito en 12:20 a. m.
Temática:
Genetica,
neurología,
psicología
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