Rafa me comenta en el facebook, al hilo del despido de Nacho Escolar como director de Público, que muchos jóvenes con enorme potencial están echándose a perder porque sus superiores no confían en ellos. Es cierto. Pero no es nuevo. Tanto es así que buena parte de las personas que han triunfado (o cambiado el mundo) no lo hicieron gracias a, sino a pesar de la sociedad que les rodeaba.
Una forma de explicar este fenómeno, la que a mí más me convence, es que casi todo cambio es visto por casi todos, de forma instintiva, como algo peligroso, amenazador. Dependiendo de la época y de la sociedad, la amenaza provocará, en respuesta, una forma de actuar u otra, pero el origen es siempre el mismo: miedo, falta de confianza... Esto conlleva que, en demasiadas ocasiones, para los jóvenes visionarios no quede otra alternativa que ir en contra del rechazo reinante (esto no es una invitación a que cualquiera emprenda su lucha contra el mundo; ese miedo general que coharta puede estar más que justificado en muchas ocasiones).
Sigamos: lejos de echarnos las manos a la cabeza o de decirnos que nosotros no, que son los demás los conservadores, deberíamos, en primer lugar, dar gracias. Si los humanos no fuésemos conservadores por naturaleza no hubiéramos sobrevivido como especie.
Pero, ¿conservadores cuándo? ¿siempre? No. La cultura y el contexto socio-económico influyen, sí. Pero esto, en general, va por edades. De niños querríamos ser como los mayores. De adolescentes y jóvenes querremos sustituir a los adultos (la famosa búsqueda de la independencia). De adultos querremos que nos dejen tranquilos. Esto es lo que nos dicta nuestra naturaleza. Hay excepciones, por supuesto. La pregunta es: ¿nos gustaría que esos casos excepcionales fuesen la regla? ¿Es eso posible? ¿Jóvenes que sean capaces de analizar y ponerse en el lugar de los adultos y adultos que estén predispuestos al cambio?
Puede que sea posible pues, por otra parte, somos la única especie que se ha alejado un poco (o mucho) de la tiranía de la evolución y, en estos momentos, algunas de las "viejas costumbres" que nos trajeron aquí (miedos y deseos instintivos) ya han dejado de parecernos beneficiosas para convertirse en un incordio.
La protesta de Rafa es legítima. Todos conocemos a jóvenes suficientemente preparados, con ganas de comerse el mundo, que han sufrido reveses "incomprensibles" por parte de jefes que no han sabido (o no han querido) ver o aprovechar su potencial.
No obstante, resulta difícil de creer que todos esos jefes cortos de miras hayan actúado conscientemente en su propio perjucio, ahora y en cualquier época pasada. ¿Qué ha ocurrido, ocurre (y ocurrirá también cuando nosotros seamos los jefes) para que esta situación no deje de darse? Y sobre todo: ¿existe alguna manera de cambiar esta tendencia?
Vayamos por partes. ¿Cómo se entiende la reticencia por parte de los superiores? Ya hemos dicho que existe un miedo natural al cambio. Mayor cuanto mayores nos hacemos. Pero también se da otro factor importante: resulta difícil confiar en alguien que no ha vivido nada de lo que tú has vivido.
Ejemplo: ¿por qué de repente, al estar en una ciudad desconocida, encontrarnos con alguien que sí conocemos nos llena de alegría y le saludamos efusivamente, aunque jamás lo hubiéramos hecho en nuestra ciudad de procedencia? Los puntos en común ofrecen confianza. Y se acentúa si la comparamos con la falta de confianza que nos provoca la carencia de puntos en común.
Es decir, y volviendo a nuestros casos particulares ¿en quién confiarías más, en alguien probablemente de edad parecida a la tuya, que ha tenido que pasar las mismas visicitudes que tú, cerca de ti (aunque no haya sido contigo), o en alguien que prácticamente acabas de conocer (en comparación con el anterior, a quien puede que conozcas de toda la vida)? Se requiere un enorme esfuerzo para vencer esas dos barreras: el miedo y la falta de confianza. Si ya lo requiere confiar en nuestros propios hijos cuando son adultos, unos hijos con los que hemos compartido media vida, con los que, por tanto, deberíamos tener muchos puntos en común, imaginemos qué no nos supondrá confiar en unos chavales que apenas llevan un par de años trabajando para nosotros. No es fácil. Y no lo será si no hacemos algo al respecto antes de que llegue el momento en que estemos en ese lado, no confiando en un joven lleno de potencial.
Porque la solución ya no radica en que nuestros mayores cambien, y me atrevería a decir que incluso nosotros llegamos tarde: la solución está en que entendamos qué ocurre y seamos capaces de educar a las generaciones futuras para que se paren a pensar, para que sepan detectar estas situaciones, para que las analicen, para que empleen su cabeza en sobreponerse a los miedos que, aunque instintivos y evolutivamente correctos, ya no les beneficien. Sean esos miedos cuales sean.
Actualizo. Me he ceñido a aquellos casos en los que no hay una competencia, lucha por un puesto, entre jefe y empleado. Me explico: el jefe, en el caso que he intentado analizar, no teme en absoluto por su empleo. Simplemente no confia en su subordinado a la hora de delegar mayor responsabilidad en él. Lo he hecho así porque me parece que, dentro de las posibles situaciones, ésta es la menos analizada. Además, sobre la competitividad, y sobre cómo evitar sus efectos secundarios perniciosos, he escrito en otras ocasiones.
La confianza y las vías del cambio