11 mayo 2007

Sobre lo que creemos (1ª parte)

Al nacer un bebé tiene un cerebro, a pesar de que se han dado casos en que tal cosa se ha puesto en duda, principalmente por la evolución posterior de ese bebé (juventud, edad adulta, etc).

Pues bien, ese cerebro suele estar repleto de neuronas sin conectar entre sí. Desde el momento en que nace (existen estudios que afirman que también se puede enseñar al bebé según qué cosas antes del parto) los sentidos del niño comienzan a enviar información al cerebro, que comenzará a establecer conexiones neuronales para almacenar dicha información. Los seis primeros meses de vida son los de más intensa actividad cerebral en la vida de cualquier persona. Cada segundo del bebé es una nueva experiencia que su cabeza se encarga de registrar y de conectar con otras para que el recién nacido “aprenda” a distinguir los sabores, los olores, las cosas frías y las calientes. Diferenciará entre la voz de papá y de mamá. Y también será capaz de aprender de cómo actúan los otros.

Cuando esté en contacto con su madre sentirá si está tranquila o nerviosa y cuando vea algo nuevo le mirará o le preguntará, si ya sabe hablar, qué es eso. De la reacción de la madre dependerá su opinión ante el descubrimiento. Y buena parte del aprendizaje en sus primeros meses (o años) de vida. Con el tiempo se dará cuenta (cuando vea a otros niños de su edad) que no es único y aprenderá a pensar en que los demás sienten al igual que él, que el mundo no gira a su alrededor. Pero todavía, hasta llegar casi a la adolescencia, será incapaz de establecer relaciones lógicas, de prever las consecuencias de sus actos si no se ha producido una situación idéntica con anterioridad. Por así decirlo, hasta los 12-16 años una persona no tiene los enlaces neuronales suficientes para ser capaz de
“pensar”. Esto no quiere decir que se pasa de nada a todo. Hasta esa edad se van dando los pasos intermedios: el cerebro del niño sigue aumentando su red de conexiones (dependiendo de las experiencias de cada uno). Pero lo que sí está claro es que, hasta llegar a esa edad, le resultará más fácil “memorizar” que “comprender”.

Como ya he dicho en alguna ocasión, el niño se dedica a experimentar, como buen científico, hasta dónde puede llegar en todo lo que hace. Es labor de los que están a su alrededor enseñarle cuáles son los límites y, en la medida en que se pueda (su cerebro lo entienda ya o no), los porqués. No obstante, a pesar de que al principio de su vida el niño no podrá comprender todo, sus tutores y profesores están obligados a que, en cuanto sea posible, la comprensión de lo que le rodea sea su principal meta. Poner límite a los experimentos del niño no es equivalente a limitar su curiosidad. La curiosidad debe ser satisfecha e incentivada…siempre y, en cuanto se pueda, puesta en un contexto más amplio. Ejemplo: el niño pregunta ¿qué es eso? El padre responde: es un perro. E incentiva: ¿sabes por qué los perros son amigos de los hombres? El niño, que en ese momento lo que mejor sabe hacer es imitar, tomará nota y la próxima vez será él el inquisidor porque ha visto que a su padre le gusta hacerse esas preguntas.

Desgraciadamente esto no sucede siempre. Muchos padres creen y temen que no serán capaces de satisfacer la curiosidad creciente de sus hijos. Esto es un error pues, a pesar de que a los padres les guste la sensación de que sus hijos crean que son infalibles, esa idea caerá antes o después. Pero mientras quieran seguir manteniéndola a base de, por ejemplo, no contestar cuando no se sabe algo, estarán perjudicando a su hijo. No es necesario saberlo todo pero sí ofrecer al que busca los medios para encontrar soluciones: ir a la biblioteca, llamar a tu amigo el especialista, etc. De esta forma el niño sabrá que te puede preguntar porque tú, al menos, le indicarás cómo hallar la solución y, además, tendrá una idea real de lo que sabes, lo cual le será de mucha utilidad a la hora de tener un criterio que le sirva para evaluar a otras personas. Luego hay padres (que pueden ser los mismos o no) que no quieren responder a según qué preguntas porque, aún conociendo las respuestas, piensan que el conocimiento no es adecuado para la edad de su hijo. Así que prefieren no contestar sin dar más explicación que ésa. A su corta edad, el niño no es capaz todavía de distinguir por qué una pregunta sí y otra no. Lo que verá claro es que a sus padres no les gusta que les pregunten por lo que dejará de hacerlo, con el retraso que eso conllevará en la interconexión de sus neuronas.

El niño ya no se preguntará por las razones de las cosas. En el mejor de los casos, cuando sus padres sean coherentes de palabra y acto, aprenderán a escucharles cuando éstos quieran hablar y a memorizar sin ir más allá. Hasta que otras personas aparezcan en escena…

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1 comentario:

Armando Vallejo Waigand dijo...

Suscribo al cien por cien... Lo cual me preocupa (risas)

Comparto todos estos criterios, y hago hincapié muy especialmente en la coherencia entre palabras y actos. Es absolutamente decisivo para formar una personalidad madura, equilibrada y auténtica.

Saludos.